Pura ignorancia

Mandy sale como a las seis y media de trabajar cada tarde, su oficina está cerca de la glorieta de Miguel Ángel de Quevedo y para mí, que estudio en la UNAM, es relativamente cerca. A veces la contacto para volver con ella a casa, pues vive en la misma colonia que yo, lejos del centro de la ciudad. Mandy es una protectora, su cuerpo alto y corpulento de elegancia bien nacida, siempre está atento en la moda, las actividades profesionales y se aparece frente al mundo con esa ligereza y fuerza de quien tiene todo dominado. Hace cuatro años que trabaja en esa línea de cosméticos, es jefa y de las buenas.

Estudiamos juntas desde la secundaria y nuestra vida adolescente transcurrió llena de mis vistas a su casa, los paseos en su pequeño auto color beige y las risas apuuradas de adolescentes fumadoras y parlanchinas. Éramos 3 amigas; junto con René, las tres hacíamos un grupo bastante singular. René vivía en una colonia cerca de la nuestra, su casa era un paraíso de libertad. Amante de los perros, René recogía peluditos en apuros y gatos callejeros, su madre era casi la cuarta amiga, amorosa y divertida, siempre lista para silbar y reír con noostras, nos recibía en su casa con los brazos abiertos. La casa de Mandy era grande y sobria, llena de detalles elegantes y con hermanos y padres activos y juveniles, su madre era americana y en su casa habia un culto enternecedor hacia los s’mores, la dietcoke, la tele en la cocina y los perros de gran tamaño a los cuales yo siempre les tuve un terror irracional. Y los autos. Su padre había sido un corredor profesional de autos de carrera que enseñaba a sus hijos e hijas cada característica especial de los autos que ruedan por el mundo. Me asombraban las discusiones familiares para decidir qué auto era mejor, la calidad del motor, el tipo de ruedas, los caballos de fuerza. Cosas que yo no podría repetir y que, cuando los escuchaba, me sentía como una observadora externa de un mundo de objetos desconocido. Sí, en mi casa había autos pero no había nada que decir al respecto. Eran nuevos o viejos, limpios o sucios, ford o chevrolet. Y esa era la mayor demostración de sabiduría que podíamos manifestar.

Mi padre y el padre de Mandy fueron cazadores, habían vivido las aventuras de la selva, apuntar a animales y matarlos, beber whisky en campamentos con guías nativos. Tenían escopetas y aditamentos de caza. En mi casa hubo un tapete hecho con un puma, pero una perra se lo comiò. Las pieles de tigrillos y cabezas de ocelote terminaron escondidas cuando yo empecé mi camino hacia el hippismo y la filosofía, quizá desde antes, cuando de niña le pedía llorando a mi padre que no matara animales. Una vez mi padre regresó con su camioneta llena de piñas cosechadas en la selva y con orgullo me dijo: mira, una cacería vegetariana para tí, mi niña. Después ya no regresó al monte.

En casa de Mandy había animales disecados por doquier, bellos ejemplares de leones, osos y ciervos en sus cuatro patas, con el pelaje suave y los ojillos brillantes, hermosos trabajos de taxidermia que, a mí, me enchinaban la piel. Era una casa tan grande que podía albergar una colección que hablaba de éxitos y fuerza, de seguridad. Una casa así tenía que dar cobijo a alguien como Mandy, mi amiga, que era fuerte y protectora, que afirmaba en las discusiones conocimientos indudables y que, en las noches de farra, podía fumar y maldecir vestida como una princesa, con los ojos azules fulgurando de emoción. Yo la veía desde mi espacio, mucho más limitado, no solo porque no alcanzaba su estatura, sino porque nunca tuve sus certezas ni su fuerza. Ella estudió negocios mientras que yo decidí estudiar filosofía en la UNAM. Ella tenía zapatos de tacón y yo andaba en huaraches chiapanecos, con un morral al hombro y fumando mariguana, cerca del corazón de la madre tierra. Ella fumaba cigarrillos largos, trabajaba y ganaba su propio dinero, y al paso de los años, tuvo su auto, el primero comprado con todo su esfuerzo, con características definidas, contundentes, primordiales y elegantes. Ese auto en el que yo me trepaba cerca de las seis y media cada tarde entre semana, para ir por el periférico escuchando la música de mi amiga a todo volúmen- air supply- fumando y platicando, riendo, con las ventanillas abajo y el aire alborotándonos el cabello.

Uno se pregunta cómo llega a encontrar a las personas con las que comparte el camino de la vida. Mandy y René eran mis hermanas, eran los filtros a través de los cuales yo contrastaba el mundo, eran el espejo en el que miraba claramente mis diferencias. Fueron mi punto de referencia y a través de conocerlas pude conocerme a mí.

René terminó la preparatoria y no siguió estudiando, Se casó y tuvo una hija. Estaba allí, trabajando todo el tiempo, risueña y llena de camadería. Mandy y yo nos veíamos con más frecuencia solamente porque estábamos en el mismo sector de la ciudad entre semana, el ritual de encontrarnos las tres era cada vez más difícil pero justamente por eso, cada vez más valioso y especial. Ir al cine o a cenar, las tres disparejas, recontándonos las historias de los tiempos pasados compartidos, trayendo noticias desde los 3 rincones del mundo en el que nos movíamos, mirándonos en espejos estrellados con ángulos descoloridos, pero al final juntas, fumando o tomando café, riéndonos con el abandono que solamente puede dar la confianza de la hermandad, del amor incondicional, de la plena aceptación de la diferencia que nos hacía, de alguna manera, una. Complementándonos.

En la tarde de ese jueves Mandy estaba esperándome recargada contra el costado de su auto, las piernas cruzadas al descuido, la cabellera rubia brillando, el cigarrillo en los labios. Me saludó desde lejos cuando me vio acercarme. Yo le sonreí. Iba ensimismada pensando en el ensayo que tenia que escribir sobre John Locke. Nos subimos al auto y entramos al tráfico despiadado de Miguel Ángel de Quevedo a la salida de oficinas, había un calor molesto y sucio y tuvimos que subir las ventanillas del auto por el espeso humo que exhalaba un gran camión de pasajeros junto a nosotras. Joder! me dijo Mandy duramente, ya sabes que si te tardas un poco más nos atrapa este pinche tráfico, joder!. Yo miré por la ventanilla y suspiré, tenía razón, me había apendejado un rato más en las Islas de CU y casi se me pasa llegar a verla. Lo siento, le dije entre dientes. Cuando entramos en el periférico Mandy ya venía apretándole al pedal a toda velocidad, me pidió que le prendiera un cigarrillo y lo hice, se lo pasé y después prendí uno para mí. Las ventanillas abajo y la música a todo volúmen, la velocidad y las jaladas de tabaco fueron tranquilizándonos, el malhumor parecía haber desaparecido, estábamos discutiendo sobre las últimas series de la televisión cuando, al darle una chupada más a mi cigarro, la cabecilla junto con la ceniza acumulada salió volando y terminó entrando una vez más por la ventanilla, hacia el asiento trasero. Puta madre! dije, què pasó? me dijo Mandy. Nada, la cabecilla del cigarro se fue para atrás… qué? dijo mi amiga exasperada, suavizando el peso del pedal del acelerador… vete para atrás pendeja, checa si se está quemando el sillón, no me chinges Espinoza, sólo a tí se te ocurre decírmelo así. Calma, mujer, le respondí sorprendida, sólo es un coche, no es el fin del mundo. Además yo creo que ya se apagó, no alcanzo a ver nada, tranqui…

«Sólo un coche»???? de plano te pasas!!! son asientos de piel, me costaron una fortuna y tu me vienes con tu filosofía de cuarta sobre los objetos, no tienes idea! eres una bestia de plano, no sé cómo te aguanto. Yo tenía la boca seca, me dí cuenta de que había escogido muy mal las palabras, ni que no la conociera. Cerré los ojos y suspirè con fuerza, ya, discúlpame pues, fue pura ignorancia. Sí, en serio, si no tienes que decírmelo, cómo lo vas a entender si tú ni a coche llegas. Puta madre! me hubiera ido temprano y encima por esperarte ya se me chingó el asiento y la tarde. Te pasas Espinoza, te pasas. Y yo estaba pensndo si debía abrir la puerta y saltar, estaba pensando si la cosa era tan seria, volteaba el torso de mi cuerpo alargando los brazos lo más posible en un coche en movimiento tratando de alcanzar cada rincón del asiento trasero… no siento que se haya quemado nada, lo siento, de veras.

120 km por hora, quizá un poco más, llegamos en silencio a mi casa. Mandy me dejó enfrente y sin despedirse arrancó su auto, su joya, su esfuerzo. Yo me quedé parada viéndola, apenada, entendiendo, recordando que nos complementamos porque no somos iguales. Desde ese día regresé a casa en metro. No volvimos a hablar del asunto pero nos fuimos alejando. No me atreví a volver a llamarla para pedirle que me trajera a casa, no la busqué porque no sé cómo actuar en los conflictos, porque mi reflejo natural es meter la cabeza en un agujero y esperar hasta que el tiempo pase y el agua se lleve cada huella y, entonces, cuando el olvido se ha devorado mi tristeza, regreso. Lo bueno es que era mi hermana, que no había juicios demasiado duros y que, tras unos pocos meses, las cosas pudieron volver a la normalidad.

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De brindis

Mani me dijo que este eclipse es una señal de cierre, que debemos cerrar y dejar ir las cosas que nos han venido molestando… bueno… obviamente no estaba hablando de cosas materiales, estaba hablando de pensamientos, de ideas o de personas que nos hacen sufrir. Le respondí con una sonrisa para agradecerle, porque sentí que su comentario me «resonaba». Estábamos mirando la luna, sentadas junto a un lago. Mani fumaba lentamente su cigarrillo, de esos delgaditos y eternos que fuman las mujeres con estilo. Yo fumaba como siempre, un Camel amarillo, cigarro gordo y chato que termino en un santiamén. Admiro a las mujeres que sostienen los cigarrillos entre dedos de uñas pulcras, manicuras perfectas, anillos delgados y con estilo, las observo en silencio y sonrío de satisfacción estética; de reojo miro mis manos regordetas de uñas cortas y padrastros endurecidos. Uso dos o tres anillos grandes y toscos, usualmente de plata y tomo el cigarrillo como los jóvenes estudiantes de la Unam, en una suerte de ocultamiento con la cabeza del cigarro girado hacia la palma de la mano, sintiendo el calor amenazante de la cabeza encendida mientras el pulgar y el dedo índice detienen la colilla amarillenta que puedes ver por detrás; no, no es un gesto muy femenino pero me gusta, me acomoda.

Estábamos sumidas en uno de esos silencios pesados, no sé en que estaría pensando la Mani, pero no quiero saberlo, bastante tengo con intentar sacudir mi mente de los pensamientos que la amenazan, como para preocuparme de los pensamientos de mi amiga. Si el eclipse de verdad es una señal para cerrar o soltar cosas, quizá ha llegado el momento de la gran aceptación, ese momento cuando una realiza que las personas no requieren explicación sino aceptación y a veces lejanía, pero no te creas, que no estoy todo el tiempo enganchada con esas personas a las que debo de soltar, pero siempre las tengo cerca, me rondan, se me aparecen y yo no entiendo si debo aclararles cuánto me lastimaron, exigirles una disculpa o solamente ignorarlas. Creo que he aceptado que quienes sean, no son lo que yo creì, pero acepto que son quienes son. Acepto su mierda, la existencia de su mierda, pero no acepto embarrarme en ella. Eso mismo me decía Juan, cuando teníamos 16 años «el mundo es una bola de caca, hay que saber patearla para no embarrarse con ella». Yo me reía y le recitaba una sarta de pensamientos positivos e ingenuos.. «que no, que no es caca, que es belleza y amor, que nosotros no somos responsables de los demás pero que nuestra obligación es ser felices, que la gente es inherentemente buena pero a veces hace errores sin intenciòn…»y sandeces por el estilo…. Mira qué pena me da notar que crecer y reflexionar implica dejar de ser ingenua, dejar de ver el mundo de color de rosa y ver la «realidad» de la que me hablaron los adultos en su momento… las envidias, los miedos, las limitaciones humanas, el veneno, el engaño… lo inútil de todo, lo falso… la falsedad… el vacío. Triste.

Dale, mujer, no quieres un prosecco? dónde andas Rosi? Mani me estaba llamando hace un buen rato, pero mi ensimismamiento era tal que no la escuché. Un leve codazo y ofrecerme prosecco fueron buena estrategia, esta mujer me conoce un poquito. Gracias! servimos el prosecco en dos copas largas de plástico, son unas copas que hemos usado varias veces, que usamos y lavamos para evitar la culpa ecologista. Alzamos nuestra copas y brindamos a la luna que, en ese momento, en otra parte del mundo hoy cubriría al sol. Luna, abuela luna, gracias por tanto amor.

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De madres e hijas

Ese breve llamado es suficiente para despertarme, tiene el tono agudo de la desesperacion hambreada de mi gato. Abro los ojos y lo veo alli, sentado observándome, sería incapaz de exigirme demasiado, solamente un breve pseudo maullido y un sentarse a esperar hasta que yo, montaña echada bajo las cobijas, abra los ojos. Podría jurar que me sonríe, su mirada viva se enfoca directamente en mí y retrocede tropezándose consigo mismo para hacer espacio a mis piernas que bajan a la tierra, mis pies que buscan a tientas las sandalias, a mi sonrisa y mi voz que lo saludan.

Hoy no hay trabajo, es viernes santo. Félix duerme pacíficamente todavía. Anoche estuvo trabajando hasta las 3 de la mañana, el trabajo lo tiene asfixiado, corre como un ratón de laboratorio dentro de una rueda sin freno. No es infeliz, pero es perfeccionista y atento. Pone cada gramo de atención a su trabajo y avanza sin temblar entre la cascada de correos electrónicos, documentos abiertos y reglamentos trabajados. Una que otra gráfica requiere más datos, hay que confirmar citas, explicar reglamentos, acordar decisiones. Junta tras junta a veces en línea y, despuès, en la noche, cuando yo me acuesto y leo o veo videos en mi teléfono, él se mantiene con los dedos bailando sobre el teclado hasta que ese teclear infinito me acompaña suavemente al sueño, y me deslizo, me voy sin él.

Así que hoy cerré la puerta tras de mí con la esperanza de regalarle un par de horas más de sueño, mi gato caminaba pegado a mis piernas pasando de una pierna a la otra en movimientos ondulatorios hasta que, juntos, llegamos a la cocina. Levantar sus platos y lavarlos, abrir la lata de comida, servirle. Realizo las tareas bajo su pesada mirada, apurada por sus cortos y agudos llamados. Ya voy, pues! dame un segundo, sólo vas a conseguir que haga un desastre. Listo, ya está, come. Le dejo el plato en su tapete y camino hacia el sofá. La luz entra impúdicamente revelando las motas de polvo suspendido que respiramos cada día. Me muestra el polvo, lo sucio, los rincones que día a día ignoro en mi eterno trajinar. Aun así, la luz me arranca una sonrisa. Debo limpiar, lo sé. Debería recordarle a mis hijos que limpien, debería educarlos mejor, sí, pero no quiero. No tengo ganas de llamarlos, de ordenarles, de levantarlos para «esto», no quiero imponerles mis necesidades, pero… después me lo agradecerán, verdad?Un dìa van a necesitar ser responsables de sí mismos y del lugar a donde vivirán, si tiene la estructura será mucho más fácil.. de verdad?. No lo sé. Mi madre me pedía que limpiara los domingos en la mañana, desayunábamos todos juntos y después nos repartían las tareas. A mí me tocaba trapear esa casa monstruosa de pisos y escaleras de mármol. Cientos de metros cuadrados que mi hermana barría y que yo debía trapear despuès usando una jerga limpia y un escurridor de piso. Para trapear hay que preparar primero el agua jabonosa, poner en una cubeta agua tibia y echarle detergente para pisos, Pinol o maestro limpio, una o dos tapitas nomás. Revolver, remojar la jerga hasta que se moje completamente, después exprimirla con ambas manos y finalmente dejarla caer sobre el escurridor de piso, una madera larga que termina en una tira de metal con una goma atornillada a ella. Lo importante es que la jerga cubra completamente la pieza de metal y su goma, solo así funciona cuando una apoya el peso en la parte superir del palo y comenza a moverse. La primera trapeada es la más interesante porque va dejando una linea húmeda perfecta, una línea que parte la superficie del suelo y que revela la suciedad que estaba impresa en ella antes. Si te detienes a mirar por un momento, puedes tener esa sensaciòn satisfactoria de estar abriendo un camino nuevo, de estar inaugurando un espacio virgen y libre de bacterias, un espacio brillante que refleja la luz del sol. Esta satisfacción dura poco, sobre todo si tu jerga estaba bien escurrida, entonces el piso se secará pronto y corres el riesgo de extraviarte y no saber dónde hace falta trapear, por eso no me daba mucho tiempo para ensoñar mientras trapeaba, un par de vistazos y a seguir moviéndome, empujando o jalando mi trapeador. A veces los perros, o los gatos o los hermanos pasaban corriendo y sus huellas quedaban allí, marcadas en lo húmedo del suelo. Recuerdo mi enojo, mi frustración, y el dilema que espontáneamente me asaltaba…si ya no lo trapeo se notará al secarse?

Salgo del sofá para buscar mi teléfono y un libro nuevo, no tengo ganas de seguir leyendo sobre Palestina e Israel, hay demasiado sol para eso. Así que busco un compendio de relatos breves y abro el librillo al azar. Estoy segura que leí este libro en mi viaje a Escocia y, pese a que las palabras y la trama me resuenan en el interior, así como se siente cuando una pasa por una callecita por la que ya ha pasado antes alguna vez; así me resuena la historia pero la sigo leyendo, sigo rellenando la sensación con recuerdos concretos y sonrío. Recuerdo que, mientras leía este capìtulo en Edimburgo, yo estaba vestida muy precariamente para el frìo que encontramos al llegar, recuerdo que leer sobre la mujer que quería ir a una fiesta para vencer su soledad de viuda me pareció muy triste y los vestidos que describía la autora me los imaginaba todos de manga larga y me distraía pensando en qué abrigo se iría a poner. Pero hoy, voy releyendo y los vestidos son de lentejuelas, sedas suaves y ni siquiera he pensado en que necesitara abrigo. La literatura es vida misma que se cruza en mi camino, mi cuerpo siente la seda del vestido verde, cierro los ojos y mi gato, ya harto de comida, se acerca a olerme la nariz.

Ha pasado casi una hora desde que me levanté, creo que deberìa preparame un cafè. Me levanto y de pronto miro, apagadas y comenzando a arrugarse, un par de manzanas en el frutero. Ayer comprè pasta hojaldrada para hacer un Strudel de Manzana y no lo hice. Mi cocina, tan limpia y brillante, encorvo los hombros y abro el refrigerador, saco mantequilla y el rollo de pasta hojaldrada. Vamos, que se prepara en un minuto mujer, no seas floja. Mira que a los muchachos les va a encantar desayunarlo. Además, la casa va a tener ese olor delicoso a manzanas y a canela. Y sonrío, pongo las noticias para escucharlas mientras trabajo y echo mano al pelador.

Felix viene caminando por el pasillo, los cabellos revueltos y su eterna sonrisa tatuada en la cara, está descalzo y somnolieto y lo recibo con un abrazo suave, un abrazo cotidiano de calores conocidos. Quieres desayunar? estoy empezando a preparar un Strudel. Mm! qué rico, me responde. Quería sorprenderte, le digo melosa… y Félix sonríe y me dice que podría empezar a trabajar… después podemos desayunar juntos, te parece? Asiento y regreso a mi quehacer. Lavar, pelar, rebanar, abrir la masa, mantequilla, azúcar pero moscabada y no encuentro la canela en polvo. Ya sé qué combina delicioso, el granulado de almendras, ese polvo hecho con almendras molidas que dejo caer como lluvia sobre las manzanas rebanadas. Una verdadera obra de arte. Mientras buscaba la canela me he dado cuenta de que debía precalentar el horno y lo he hecho, ahora me alegra verlo listo, ha sido justo a tiempo, he cerrado el Strudel y, tras decorarlo un poco, lo he metido al horno ya caliente.

Hay huevos en el refrigerador, los muchachos duermen todavía. Y si preparo huevos? y si aprovecho que hoy estamos juntos para hacer un desayuno majestuoso? las noticias resuenan a mis espaldas. Los trenes en alemania siguen teniendo retrasos o cancelaciones, hay huelga, los maquinistas jubilados van sumándose a los jóvenes en su petición de alza de sueldos. La gente se resigna a perder boletos, reservaciones, viajes. Saco un pequeño traste y los huevos, voy quebrando uno a uno mientras pienso en trenes, en hambre, en desigualdad. Yo estoy aquí recibiendo el sol, preparando la comida, amando a mis hijos y a mi vida y mientras tanto, como una avalancha demoledora, el sufrimiento humano está impactando la madre tierra. Pareciera que bajo mis pies hay terremotos y oleajes, y fuego, lava viva deseosa de devorar lo que encuentre a su paso y yo, muevo los pies fuera de las sandalias para sentir si en verdad está caliente el piso, si los infiernos nos están alcanzando. Y siento el frìo del mosaico y sonrìo. Tenemos mucha suerte todavía, honro mi suerte, espero que nos dure. No sé cómo enfrentaría el dolor. Apago las noticias y miro al gato que está sobre la silla, me mira y se levanta, se estira y salta hasta quedar arriba, junto a mí, junto al fregadero de platos donde puse el traste y estaba quebrando los huevos. Le beso la nariz. Saco un poco de leche y con pimienta y sal, comienzo a revolver los huevos. Mantequilla a la sartén, enciendo la cafetera, rebano el pan. Ahora está casi todo listo, agarro al gato entre mis brazos y voy abriendo puertas, primero la del hijo pequeño, que ya está sentado en su cama, le pregunto si quiere licuado de plátano y me sorprendo a mí misma al escucharme. Me dice que sí y le digo que venga a desayunar. Repito el procedimiento con mi hijo mayor. Èl ya estaba sentado en el piso de su habitación armando puentes y estructuras. Tambièn quiere licuado. Le aviso a Félix que venga y regreso a la cocina con pasos apurados, a mover los huevos y sacar la licuadora. Vamos de nuevo, plátanos, leche, canela, azúcar… sólo un poquito. A batir. El Strudel está listo, lo saco del horno. Mis hombres amados caminan alrededor, el pequeño pone música, el mayor pone mantequilla y mermelada en la mesa, Félix prepara el cafe. Yo sirvo 4 platos con pepinos, jitomates y huevo. Nos sentamos, comemos, los miro. Me miro.

En mi adolescencia vociferé tanto contra mi madre, le dije miles de veces que debería liberarse del patriarcado opresor, que buscara un trabajo, que se divorciara de mi padre porque ella definitivamente se merecía alguien mejor, alguien que no estuviera en la cama a las 9 de la mañana. Cómo puedes vivir así, ma? levantándote y haciendo tantas cosas para otros, para nosotros, tus hijos, tu esposo y tú, má? dónde estás tú?. Dónde están tus aventuras y tus sueños? no me digas que soñabas con andar limpiando la casa y viendo a tus hijos irse a pasear. No me digas que estás convencida de que este destino era para tí, que estás contenta, que te gusta, no me digas, má. No lo puedo creer, qué patético, de veras.

Una sonrisa culpable aparece en mis labios, sacudo la cabeza y miro al cielo. Neto, má, que sí, que esta vida puede ser un sueño y una la puede disfrutar, ahora lo veo.

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de la felicidad

Remolinos de imágenes,

carruseles sin sonido – como una película vieja –

parece que la cinta se quema,

en la orilla

un resplandor que lo corroe todo.

Mi padre tenía pantalones cafés,

me cargaba con un brazo y contra su pecho,

yo era pluma

ingrávida

vestida de rojo,

colitas de caballo, calcetas blancas.

Intento ver mi expresión desde esta lejanía

de 50 años,

curiosa por mirar

la felicidad.

No la veo.

Me la imagino brillante, burbuja

que flota y deslumbra,

me la imagino dulce e ignorante,

no sabe nada de guerra ni de democracia.

La felicidad no ha mirado la pobreza descalza,

se entretiene mirando

las aves en lo alto,

sostenida,

amada y protegida y no sabe

que la cinta donde está impresa

está siendo devorada por las llamas.

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Silencio

Silencio, silencio, mi compañero eterno.

Desde las sombras ancestrales y las carencias primarias, te observo.

Silencio estacionado en el balcón de mi casa,

frente a la plantas impávidas que luchan por sobrevivir.

Silencio me enciendes los cigarrillos y yo, temblorosa

me acomodo en el sillón.

Como una neblina pesada me rodeas, silencio,

no es necesario llamar tanto la atención,

te acurruco,

te cuido

te he amado, silencio…

te he hecho espacio dentro de mi corazón.

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De las farsas.

Me he perdido,

me he extraviado.

Con una vara en la mano camino a tientas,

la oscuridad del bosque es absoluta,

los brazos estirados, piernas de hilo

pecho remolino.

A lo lejos aúllas,

era la clave. Suenas lejos,

lejos, lejos…

mi mente se sume en la desesperación.

Me he perdido

porque no he querido quedarme.

Escucharte y creerte eran posturas vacías

de una representación teatral.

Vacías.

Me he perdido en la noche

con la consciencia del día.

Quiero que te pierdas, que tus manos tiemblen,

vara endurecida chocando con las piedras.

Quiero que te pierdas

para que yo

encuentre mi camino.

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De poesías y muertos

Quería escribir poesía

para destrabar mi alma.

Quería escribirte líneas de encuentro,

periferias y contornos, lazos

sanguíneos que se han secado.

Quería sentarme sola en el vacío,

con el frío de la muerte en mi columna.

Fugaces relámpagos de cotidianeidad,

palabras que se deshacen

entre el polvo y la suciedad.

Muertos

Muertos pero vivos que corren descalzos

niños que jugaban a patear la piedra

silencios, puertas cerradas.

Quería escribir poesía

para destrabar mi alma,

pero las palabras necias

se deshojan y se secan.

Palabras absurdas

de pasados olvidados.

Quería escribir poesía y me he quedado

sentada al lado del camino

con el frío en las enttrañas y el recuerdo

muerto en el vientre de la vida.

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Sobre los licuados

Durante varios años mi madre me preparaba un licuado desintoxicante. Yo escuchaba la licuadora y bajaba las escaleras de casa sabiendo que un gran vaso de licuado detox me esperaba en la cocina. Piña, apio, perejil y toronja. A veces le ponía nopal. Ella y yo lo bebíamos contentas, mientras hablábamos sin parar de lo mucho que estábamos adelgazando, de lo bien que se sentía beber ese licuado, de la salud que estábamos cultivando sin parar. Orgullosas. Mi padre lo bebía a regañadientes, ese menjurge, lo llamaba él y lo tragaba con una mueca de disgusto. Mi madre y yo intercambiábamos miradas cómplices y sonreíamos. Mi padre tenía diabetes y habíamos leído que este licuado con nopal era muy bueno para él. Pobre hombre, siempre recibía nuestros remedios caseros con una actitud de berriche casi infantil. Mis padres son cosa del pasado, se han ido de este plano.

Yo empecé este año tomando más licuados que el año pasado, jugos que hago con un extractor y que me hacen mucho bien. Lo único malo es que necesito mucha disciplina para decidirme a hacerlos, me molesta que después debo lavar y acomodar el extractor de jugos, una verdadera molestia. Un pequeño reto mañanero, un esfuerzo por mí y para mí. He necesitado muchos años para ver lo relevante que soy para mí misma, aunque suene raro, frecuentemente lo olvido. Cada mañana abro los ojos y pienso si quiero hacer un licuado o no. Si lo hago, me pongo muy orgullosa y sonriente, casi insoportable. Si no lo logro, me bebo un café en silencio mientras refunfuño contra mi desidia.

Así que para evitarme este conflicto al menos por algunos días, me he comprado una licuadora portátil, el invento del siglo si me lo preguntan. Mi licuadora es pequeña y color vino, se carga con un cable de USB y no hace mucho ruido. Además de que el vaso está unido a la cuchilla rotatoria y para lavarlo, solamente necesitas echarle jabón y agua, la pones a batir y con una espesa espuma, se limpia a sí misma. Me hace tan feliz.

Licuado de aguacate con leche de almendras, de frutillas con leche de avena. Y a veces un jugo de piña con apio, pereji y limón, porque yo casi nunca compro toronja. Y me regresa la imagen de mi madre en la cocina, los amplios ventanales de cara al jardín exterior, los perros ladrando y la licuadora grande con su rugido atronador. Lavo el extractor mientras me pierdo en el delicia de los recuerdos, sonrío como entonces y me planto orgullosa frente al mundo.

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En mi otra vida

En mi otra vida yo tenía un padre y una madre

y ambos me amaban mucho.

Mi padre usaba camisas a cuadros y botines con cierre,

reía, le gustaba reír y se enojaba

velocidades inconexas

arranques de furia

cafecito en la ciudad.

Mi madre era hogareña y nerviosa,

silenciosa tejedora de momentos vacíos.

Cocinaba al amanecer

para los que salieron de su cuerpo

y de su vida.

Remolinos y cucharones

sequías tristes frente al televisor.

Mi madre y la tiendita,

las compras repartidas,

encuentros tardíos

olvidos

llaves

soledad.

En mi otra vida yo fui una hija,

insensata y demandante,

lectora distraída y confundida

acogida

protegida

enternecida y fumadora.

Charlábamos juntos a la hora del cafè,

en la ciudad con mi padre

en la cocina con mi madre

o juntos en la cocina los tres.

Pan dulce, polémica vespertina,

retos y devoluciones.

Construíamos el mundo cada semana

recuento de los daños, de las

pertenencias y las incomodidades,

enfermos, sonrientes, opacados,

girando en remolinos

de la mano

a lo lejos

sin mirar.

En mi otra vida

tuvimos muchas tardes de sol.

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Un ciclo más.

Hoy termina un ciclo, mis hijos salen de escuela primaria. Como consecuencia de la pandemia mundial y, pese a que en suiza las medidas se han relajado bastante, no pudiemos llevar a cabo un festival de fin de año como se hacía tradicionalmente. Qué nostalgia, me quedo con las ganas aplaudir con orgullo la salida de mis hijos, los dos, el mismo día.

A partir de agosto cada uno caminará su propio camino. Leon entrará al Gymmi en Oerlikon y Philipp a la secundaria en Tiefenbrunnen. Cada uno irá por su cuenta a seguir viviendo su vida, tendrá sus propias experiencias como hasta ahora, pero ya no podremos disfrutar de dos perspectivas de un mismo evento, como había sido hasta hoy; siendo compañeros de clase, mis hijos me relataban desde mundos distintos las mismas situaciones. Si alguien había estado castigado, si la lección había sido aburrida o no o si la comida de la cafetería era rica. Siempre que uno afirmaba una cosa, el otro saltaba velozmente a negarla. Yo siempre me reía y les decía que ambos decían la verdad, solamente que cada uno había vivido la situación desde lugares y creencias diferentes. Mis niños, hoy terminan la primaria.

El silencio de mi casa solamente se interrumpe por el continuo teclear de las computadoras. Mi esposo y yo trabajamos, cada uno en un espacio diferente, pero juntos. En agosto también cambiará este panorama, mi esposo volverá a su oficina en otra ciudad y estará en casa dos veces por semana. Yo recuperaré el espacio de silencio y trabajo que acostumbraba a tener en mi propia casa, desde que mis hijos entraron a la primaria. Ahora vuelve ese tiempo, ese silencio. Me dí cuenta de que pocas veces pongo música al trabajar.

Por otra parte yo también enfrento cambios, mis canas más presentes, mi piel más arrugada y un gran avance en esa «sensatez» que mi madre siempre me recomendaba. Tengo paz y felicidad con mis actividades y la fuerza para seguir moviéndome y buscando luchas y sentidos. También vivo una nostalgia sana de desapego y restructuración.

Hoy hago una reverencia a la vida y sus momentos, al cierre de ciclos que son una bendición.

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