Mandy sale como a las seis y media de trabajar cada tarde, su oficina está cerca de la glorieta de Miguel Ángel de Quevedo y para mí, que estudio en la UNAM, es relativamente cerca. A veces la contacto para volver con ella a casa, pues vive en la misma colonia que yo, lejos del centro de la ciudad. Mandy es una protectora, su cuerpo alto y corpulento de elegancia bien nacida, siempre está atento en la moda, las actividades profesionales y se aparece frente al mundo con esa ligereza y fuerza de quien tiene todo dominado. Hace cuatro años que trabaja en esa línea de cosméticos, es jefa y de las buenas.
Estudiamos juntas desde la secundaria y nuestra vida adolescente transcurrió llena de mis vistas a su casa, los paseos en su pequeño auto color beige y las risas apuuradas de adolescentes fumadoras y parlanchinas. Éramos 3 amigas; junto con René, las tres hacíamos un grupo bastante singular. René vivía en una colonia cerca de la nuestra, su casa era un paraíso de libertad. Amante de los perros, René recogía peluditos en apuros y gatos callejeros, su madre era casi la cuarta amiga, amorosa y divertida, siempre lista para silbar y reír con noostras, nos recibía en su casa con los brazos abiertos. La casa de Mandy era grande y sobria, llena de detalles elegantes y con hermanos y padres activos y juveniles, su madre era americana y en su casa habia un culto enternecedor hacia los s’mores, la dietcoke, la tele en la cocina y los perros de gran tamaño a los cuales yo siempre les tuve un terror irracional. Y los autos. Su padre había sido un corredor profesional de autos de carrera que enseñaba a sus hijos e hijas cada característica especial de los autos que ruedan por el mundo. Me asombraban las discusiones familiares para decidir qué auto era mejor, la calidad del motor, el tipo de ruedas, los caballos de fuerza. Cosas que yo no podría repetir y que, cuando los escuchaba, me sentía como una observadora externa de un mundo de objetos desconocido. Sí, en mi casa había autos pero no había nada que decir al respecto. Eran nuevos o viejos, limpios o sucios, ford o chevrolet. Y esa era la mayor demostración de sabiduría que podíamos manifestar.
Mi padre y el padre de Mandy fueron cazadores, habían vivido las aventuras de la selva, apuntar a animales y matarlos, beber whisky en campamentos con guías nativos. Tenían escopetas y aditamentos de caza. En mi casa hubo un tapete hecho con un puma, pero una perra se lo comiò. Las pieles de tigrillos y cabezas de ocelote terminaron escondidas cuando yo empecé mi camino hacia el hippismo y la filosofía, quizá desde antes, cuando de niña le pedía llorando a mi padre que no matara animales. Una vez mi padre regresó con su camioneta llena de piñas cosechadas en la selva y con orgullo me dijo: mira, una cacería vegetariana para tí, mi niña. Después ya no regresó al monte.
En casa de Mandy había animales disecados por doquier, bellos ejemplares de leones, osos y ciervos en sus cuatro patas, con el pelaje suave y los ojillos brillantes, hermosos trabajos de taxidermia que, a mí, me enchinaban la piel. Era una casa tan grande que podía albergar una colección que hablaba de éxitos y fuerza, de seguridad. Una casa así tenía que dar cobijo a alguien como Mandy, mi amiga, que era fuerte y protectora, que afirmaba en las discusiones conocimientos indudables y que, en las noches de farra, podía fumar y maldecir vestida como una princesa, con los ojos azules fulgurando de emoción. Yo la veía desde mi espacio, mucho más limitado, no solo porque no alcanzaba su estatura, sino porque nunca tuve sus certezas ni su fuerza. Ella estudió negocios mientras que yo decidí estudiar filosofía en la UNAM. Ella tenía zapatos de tacón y yo andaba en huaraches chiapanecos, con un morral al hombro y fumando mariguana, cerca del corazón de la madre tierra. Ella fumaba cigarrillos largos, trabajaba y ganaba su propio dinero, y al paso de los años, tuvo su auto, el primero comprado con todo su esfuerzo, con características definidas, contundentes, primordiales y elegantes. Ese auto en el que yo me trepaba cerca de las seis y media cada tarde entre semana, para ir por el periférico escuchando la música de mi amiga a todo volúmen- air supply- fumando y platicando, riendo, con las ventanillas abajo y el aire alborotándonos el cabello.
Uno se pregunta cómo llega a encontrar a las personas con las que comparte el camino de la vida. Mandy y René eran mis hermanas, eran los filtros a través de los cuales yo contrastaba el mundo, eran el espejo en el que miraba claramente mis diferencias. Fueron mi punto de referencia y a través de conocerlas pude conocerme a mí.
René terminó la preparatoria y no siguió estudiando, Se casó y tuvo una hija. Estaba allí, trabajando todo el tiempo, risueña y llena de camadería. Mandy y yo nos veíamos con más frecuencia solamente porque estábamos en el mismo sector de la ciudad entre semana, el ritual de encontrarnos las tres era cada vez más difícil pero justamente por eso, cada vez más valioso y especial. Ir al cine o a cenar, las tres disparejas, recontándonos las historias de los tiempos pasados compartidos, trayendo noticias desde los 3 rincones del mundo en el que nos movíamos, mirándonos en espejos estrellados con ángulos descoloridos, pero al final juntas, fumando o tomando café, riéndonos con el abandono que solamente puede dar la confianza de la hermandad, del amor incondicional, de la plena aceptación de la diferencia que nos hacía, de alguna manera, una. Complementándonos.
En la tarde de ese jueves Mandy estaba esperándome recargada contra el costado de su auto, las piernas cruzadas al descuido, la cabellera rubia brillando, el cigarrillo en los labios. Me saludó desde lejos cuando me vio acercarme. Yo le sonreí. Iba ensimismada pensando en el ensayo que tenia que escribir sobre John Locke. Nos subimos al auto y entramos al tráfico despiadado de Miguel Ángel de Quevedo a la salida de oficinas, había un calor molesto y sucio y tuvimos que subir las ventanillas del auto por el espeso humo que exhalaba un gran camión de pasajeros junto a nosotras. Joder! me dijo Mandy duramente, ya sabes que si te tardas un poco más nos atrapa este pinche tráfico, joder!. Yo miré por la ventanilla y suspiré, tenía razón, me había apendejado un rato más en las Islas de CU y casi se me pasa llegar a verla. Lo siento, le dije entre dientes. Cuando entramos en el periférico Mandy ya venía apretándole al pedal a toda velocidad, me pidió que le prendiera un cigarrillo y lo hice, se lo pasé y después prendí uno para mí. Las ventanillas abajo y la música a todo volúmen, la velocidad y las jaladas de tabaco fueron tranquilizándonos, el malhumor parecía haber desaparecido, estábamos discutiendo sobre las últimas series de la televisión cuando, al darle una chupada más a mi cigarro, la cabecilla junto con la ceniza acumulada salió volando y terminó entrando una vez más por la ventanilla, hacia el asiento trasero. Puta madre! dije, què pasó? me dijo Mandy. Nada, la cabecilla del cigarro se fue para atrás… qué? dijo mi amiga exasperada, suavizando el peso del pedal del acelerador… vete para atrás pendeja, checa si se está quemando el sillón, no me chinges Espinoza, sólo a tí se te ocurre decírmelo así. Calma, mujer, le respondí sorprendida, sólo es un coche, no es el fin del mundo. Además yo creo que ya se apagó, no alcanzo a ver nada, tranqui…
«Sólo un coche»???? de plano te pasas!!! son asientos de piel, me costaron una fortuna y tu me vienes con tu filosofía de cuarta sobre los objetos, no tienes idea! eres una bestia de plano, no sé cómo te aguanto. Yo tenía la boca seca, me dí cuenta de que había escogido muy mal las palabras, ni que no la conociera. Cerré los ojos y suspirè con fuerza, ya, discúlpame pues, fue pura ignorancia. Sí, en serio, si no tienes que decírmelo, cómo lo vas a entender si tú ni a coche llegas. Puta madre! me hubiera ido temprano y encima por esperarte ya se me chingó el asiento y la tarde. Te pasas Espinoza, te pasas. Y yo estaba pensndo si debía abrir la puerta y saltar, estaba pensando si la cosa era tan seria, volteaba el torso de mi cuerpo alargando los brazos lo más posible en un coche en movimiento tratando de alcanzar cada rincón del asiento trasero… no siento que se haya quemado nada, lo siento, de veras.
120 km por hora, quizá un poco más, llegamos en silencio a mi casa. Mandy me dejó enfrente y sin despedirse arrancó su auto, su joya, su esfuerzo. Yo me quedé parada viéndola, apenada, entendiendo, recordando que nos complementamos porque no somos iguales. Desde ese día regresé a casa en metro. No volvimos a hablar del asunto pero nos fuimos alejando. No me atreví a volver a llamarla para pedirle que me trajera a casa, no la busqué porque no sé cómo actuar en los conflictos, porque mi reflejo natural es meter la cabeza en un agujero y esperar hasta que el tiempo pase y el agua se lleve cada huella y, entonces, cuando el olvido se ha devorado mi tristeza, regreso. Lo bueno es que era mi hermana, que no había juicios demasiado duros y que, tras unos pocos meses, las cosas pudieron volver a la normalidad.